Consumo responsable

Consumo responsable


Ya sea por razones ecológicas, éticas o políticas, podemos definir el consumo
responsable como una forma de consumir en la que nuestras elecciones en
el mercado premian o castigan aquellos productos que cumplen (o no) con
una serie de requisitos. El consumo responsable, implícitamente atribuye
un conflicto entre la compra de bienes y servicios y una sociedad justa y
sostenible. El problema es desde dónde abordamos este conflicto. Si bien
con un origen transformador, si nos acercamos con honestidad a su realidad,
su rol más importante en la actualidad no pasa de ser una estrategia de
segmentación de mercados y un fragmentador de identidades políticas.
El problema de fondo es que se ha desligado el consumo de los modos de
producción y que se ha difuminado su carácter profundamente social en una
nebulosa, más comprensible por inmediata en nuestra cotidianeidad, de
decisiones individuales dispersas. No cabe duda de que un consumo
responsable contribuye a mejorar las cosas, pero si queremos transformarlas
de verdad, debemos cuestionar las distintas herramientas de que
disponemos.
Para empezar, el consumo responsable parte de un enfoque individualista
en el que la suma de buenas decisiones desemboca en un mejor resultado
social. Pero no siempre fue así. Con los albores del capitalismo industrial y
la generalización del acceso a una creciente cantidad de bienes de consumo
para las clases trabajadoras, nació el consumerismo. Esta herramienta
política considera el consumo no como un acto neutral ajeno a la
distribución y el poder, sino que lo considera plenamente político. Así,
desde el consumerismo se plantea de manera organizada la protección
de los consumidores, campañas de boicot a productos o empresas que no
cumplan una serie de criterios, etc. Si bien el consumerismo ha sobrevivido
gracias a la labor de algunas asociaciones de consumidores (FACUA
sería un ejemplo en España), la visión individualista parece ser hegemónica
cuando se mira en conjunto a la sociedad. De este modo, proliferan
productos
con etiquetados “sostenibles”, “BIO”, el marketing dirigido a segmentos
de clientela “concienciada”, etc. Un instrumento más de posicionamiento
en el mercado para las empresas, especialmente las agroalimentarias; una
vía para hacerse hueco, a empujones, en los cada vez más apretados nichos
de mercado. Esta perspectiva es errónea, sostengo, desde un punto de vista
económico –socioecológico- pero también político. En ambos casos, la
solución pasa por retrasladar el conflicto desde la esfera individual a la
colectiva. Debemos partir de que el consumo es la forma concreta en la
que la población adquiere los bienes socialmente necesarios para sostenerse
en una economía capitalista de mercado. No todas las sociedades se
organizaron así ni es la única manera posible de hacerlo; partiendo de esta
premisa ya llevaremos mucho ganado –de la mano de Polanyi, todo es más
fácil.
En primer lugar, no debemos perder de vista que el consumo está
predeterminado por la existencia de amplias estructuras económicas.
La intensidad relativa de los impactos medioambientales de las economías
occidentales ha disminuido a costa de trasladar la producción más sucia
a los países del Sur global. Lo curioso es que, a través del comercio
internacional, esos productos vuelven al norte para ser consumidos ya
limpios de polvo y paja –y, en ocasiones, también de sangre. De la misma
manera, sabemos que el modo de producción agroalimentario actual está
basado en los alimentos kilométricos y una ausencia generalizada de
soberanía alimentaria en los territorios productores. Las grandes cadenas
de distribución hacen llegar a los supermercados una variedad creciente de
productos a precios bajísimos, a base de apretar a los proveedores en
destino y a reducir derechos en los países de origen. Además, la agricultura
tiene una base industrial fuertemente dependiente del petróleo –gracias a
que los combustibles fósiles son la fuente de energía más subvencionada
del mundo- y una ganadería intensiva ineficiente y deforestadora. En
nuestras economías la cosa no mejora: con una concentración de capital
cada vez mayor, las desigualdades entre quienes más cobran y los que
menos no dejan de ensancharse –con doble carga para mujeres y migrantes.
¿Es consumo responsable el producto etiquetado como tal en Carrefour?
¿Lo es el producto de inversión socialmente responsableofrecido por el
Santander? Cuando vemos el papel de aquel en conflictos por la tierra
en el Sur o el de éste en el negocio de la venta de armas, parece poco
probable.
Esto nos conduce al segundo punto de vista, el político. ¿Existe total
libertad realmente para elegir, para ejercer la soberanía del consumidor?
Mientras los carteles que uno puede encontrar paseando por La Habana
se identifican claramente con un objetivo político y se le da un sentido
peyorativo, no ocurre lo mismo con los que nos encontramos en nuestras
calles. El pegamento de toda sociedad capitalista de mercado es el
consumo, no solo te permite acceder a los bienes necesarios para
sobrevivir un año más, sino que determina tu estatus y construye tu
identidad ante los demás. Por eso las compañías necesitan destinar
una cantidad ingente de recursos para convencer a la población para
que consuma. Los defensores del consumo responsable insisten en que
la información es clave. Sin embargo, en la época de la historia en la
que la población está más informada, el consumo sigue siendo
“irresponsable”, ¿por qué? En un famoso congreso sobre medio
ambiente celebrado el año pasado en Madrid, un dirigente de la
OCU se sorprendía por una encuesta interna en la que descubrían
que los consumidores afirmaban consumir sus productos cotidianos
incluso en empresas en las que identificaban las peores prácticas en
todos los ámbitos. Las clases populares, expulsadas de los centros de
las ciudades por diversos procesos de gentrificación, viven cada vez
más en zonas residenciales lejanas a sus puestos de trabajo. Para
muchos/as trabajadores/as, usar el vehículo privado en lugar del
transporte público o la bicicleta simplemente no es una opción.
Además, los negocios locales no tienen nada que hacer frente a las
grandes superficies en este contexto de dispersión urbana. Así, no
hay manera de elegir tu producto por tipo de envasado: se escogerá
sencillamente el que la distribuidora elija. No solo eso: el capitalismo
necesita que la gente haga muchas cosas gratis por él –el caso más
flagrante serían las tareas de cuidados, soportadas mayoritariamente
por las mujeres- y también te va a pedir que te hagas cargo de sus
residuos, imponiéndote ahora además un castigo social si no separas
adecuadamente los restos de lo que otros produjeron y te vendieron.
Sin embargo, cuando el tiempo, tu presupuesto y la concentración de
la oferta hacen que tu única opción viable sea hacer la compra en
Mercadona (o incluso en Amazon) no estás siendo una persona
irresponsable, estás sobreviviendo. Desde cierto ecologismo ajeno a
los problemas de la mayoría social, se la culpabiliza por no ejercer un
consumo responsable a pesar de las múltiples opciones y la gran cantidad
de información de que se dispone. El ecologismo no debería ser una
opción individual, sino un proyecto colectivo. Perder de vista esta
posición, tan solo contribuye a una fragmentación política estéril y,
a la postre, dañina para la sociedad y el medio ambiente.

Para que no se caiga en malinterpretaciones. Combatir el poder y las
prácticas nocivas de las grandes corporaciones (sobre)viviendo fuera
de sus circuitos, es un arma irrenunciable del ecologismo. De lo que
hay que huir es de simplificaciones fragmentadoras que hagan recaer
la responsabilidad en los individuos. Más bien, las redes de solidaridad
colectiva son las que deberían guiar nuestro futuro –el declive energético,
de todas formas, no nos concederá otra opción. De este modo, fortalecer
iniciativas como grupos de consumo que reduzcan los canales de
distribución y se basen en la agricultura tradicional o ecológica y
opciones de ganadería extensiva, sería un buen comienzo. Del mismo
modo, el fomento de los huertos urbanos no solo contribuye a una mayor
cohesión social en los barrios, sino que educan para otro tipo de
alimentación y producción futura. La economía social y solidaria,
por su parte, tejen redes en las que florecen otras relaciones de
producción y consumo más igualitarias, democráticas, sostenibles y,
en definitiva, justas. También en el ámbito financiero, como es el caso
de Fiare. La organización de opciones consumeristas combativas que
nos recuerden que consumir no es una acto neutral en el que prima la
soberanía del consumidor. Asumir el control público de los recursos
allá donde haya economías de escala que lo indiquen y favorecer la
gestión colectiva allá donde se pueda: ejemplos en este sentido serían
las remunicipalizaciones de la gestión del agua y las cláusulas sociales
en las contrataciones públicas que han promovido los ayuntamientos
del cambio. Promover la desindustrialización de la agroganadería,
favoreciendo la adopción de dietas menos intensivas en carne y
vegetarianas, un elemento que juega un papel fundamental en la
reducción de gases de efecto invernadero, además de los impactos
positivos sobre la salud de las personas y otros animales. Por supuesto,
favorecer desde la administración pública en general, todo lo
anteriormente enumerado, por ejemplo, simplificando los canales
de reciclado o favoreciendo la ecología industrial. Finalmente, en el
contexto internacional, revisar las normativas de inversiones y comercio
internacional. No debe olvidársenos: de nada sirve que compremos
nuestro café con la etiqueta ‘ECO’ si no acabamos con tratados como
el TTIP o el CETA.

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